Viajar, navegar, sentir sin salir.

Cuando los grandes novelistas que han escrito sobre el mar, sus hombres, su psicología y su forma de afrontar las frustraciones, no eran ni muy conocidos ni muy leídos,  no se decía con tanta certeza que el mal iba dentro de nosotros, más bien lo contrario, provenía de fuerzas exteriores, de acontecimientos ajenos, nuestra percepción desligaba el bien de nuestro interior con la desdicha del mal en el exterior, con lo que acontecía fuera, no en nosotros mismos, como si las experiencias viajeras tuvieran delimitado perfectamente lo bueno, lo nuestro: lo malo, lo ajeno. Tantos ejemplos hay en tantas historias y novelas.

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El mal, igual que el bien, van con el navegante, también con cualquiera de tierra, es visado universal de todos nosotros, quizás con los temporales se acreciente, también con las injusticias de abordo, pero está dentro, no fuera, fuera sólo hay naturaleza en estado puro y como tal apunta a darwinismo duro, nunca malvado.

De ahí que cuando uno es mayor y ya no le atraen los viajes, menos aún los masificados de la actualidad, recuerda que turista y viajero son contradicciones, que puedan desembocar en pasar pero no estar, ver pero no mirar, para luego apoyado en tus fotos recordar ¿? lo que has visto en compañía de otros, nunca junto a….los que viven allí y así volvemos a asegurar, a olvidarnos que nosotros somos diferentes y lo dañino está fuera.

Los viajes de verdad se suelen hacer, a cierta edad, con el dedo marcando puntos de un mapa y con la mente en plan soñador, ensimismado entre las curvas de nivel, los datos y toponimias y echando a volar la imaginación.

Recuerdo tantas veces en el cuarto de derrota, mirando las cartas, embebiendo todos los signos que estaban impresos; creo que lo dijo Borges, pero da lo mismo quien lo dijese, un mapa es como el Aleph, la búsqueda que pretende tu imaginación y tu deseo y que  nada lo entorpece.

Narcotizado de lugares pero a la vez con los ojos bien abiertos y sobre todo con las ganas de entrar en ese mundo que plasma con simpleza una carta, aséptica, completa técnicamente, sin los rebordes de las personalidades de los que la observan.

El viajero nunca deja de serlo, esté sentado en un sillón o machacando botas por callejuelas sin rumbo o sendas de montaña por donde saltan cabras locas.

¿Qué se pretende con viajar? Entrar en tu ego? Regresar a esos míticos orígenes del paraíso? Averiguar que todo va contigo vayas donde vayas? Huir de lo que no te gusta que cada vez es más?

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Los paraísos perdidos no existen y si los encuentras ya pierden esa condición, pero no conozco a nadie que los hubiera descubierto. Podría ser que no ha regresado y por eso no lo sabemos, pero todos volvemos, siempre nos espera después de un viaje un regreso a nuestra guarida, donde el mal parece que no existe, desaparece y lo percibimos como que no va con nosotros, pero está y además es.

Robinson Crusoe podría ser el gran viajero que por necesidades circunstanciales se vio sometido a experiencias límite que dieron marchamo de señorío, muy propio de aquellos tiempos, a un naufragio simple y aciago en una época donde eran más habituales que ahora. Actualmente sólo naufragan trágicamente aquellos que desean un mundo mejor, con parabienes materiales y seguridad social y jurídica; nosotros les ponemos todas las trabas posibles y ayudamos indirectamente a crear tragedias como la última de Lampedusa. Todos tenemos nuestra parte de responsabilidad en negar lo mismo a quien ¿viaja? a nuestro edén europeo.

Quizás el resultado favorable que tuvo la experiencia de Crusoe fue producto de un cúmulo de errores que devinieron en éxito. Más de 28 años de solitaria existencia en un entorno maravilloso pero a la vez terrible. Soñaba con Londres cuando cerraba los ojos, nosotros soñamos con islas edénicas cuando vemos la realidad española….o mundial.

Y es que la fantasía se suele alimentar habitualmente de la lejanía. Los paraísos de allende los mares no están a la vuelta de la esquina, suelen estar cuanto más lejos mejor, donde nuestra imaginación pretende y desea que las cosas van por otro derrotero. Es el viaje a Itaca de Kavafis en versión ensoñadora, nuestro viaje diario y común ya es bastante triste y duro como para que nuestras quimeras e ilusiones puedan solucionarse en la esquina de al lado. La vida es prosaica, terca, viajar es inventiva y voluntad, anhelo de salir. En el fondo es lo que todos deseamos, olvidarnos de nuestro mal, del mal universal.

Eso sí, para navegar no hay que marearse, si lo haces toda la poesía se pierde y qué decir de los lugares bellos y paradisiacos, desaparecen en la realidad y en la imaginación.

Navegar aún tiene sus límites para el turismo de masas. No valen las quillas antibalance para todos los temporales, ni todos los cuerpos aguantan el baile del oleaje.

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